Los Once WAKOS sonrientes.

"El WAKO sólo sonreirá si es que Perú clasifica al Mundial" dije en una nota que me hizo la sección Luces de El Comercio, a propósito de la muestra que hice en Santiago (Chile, Galería Artium) el año pasado. La mueca para abajo está en la escencia de mi pieza, es lo que expresa su carácter cuestionador, filosófico, dubitativo, a veces triste; es el espacio incompleto de todos nosotros, la dimensión humana detrás del Facebook. Es además una reflexión sobre el Perú, y porque no, Latinoamerica y sus procesos inconclusos de madurez nacional y económica. El WAKO nace en los finales de la "Década Dorada" (2012) como la llamaron mis amigos Carlos Ganoza y Andrea Stiglicht en su libro El Perú está Calato, del 2002 al 2012, cuando aún imperaba el discurso del irrefrenable progreso, el optimismo del PBI abultado, la cocina alcanzaba su máximo esplendor mediático, y sentíamos que no nos detenía nadie hasta llegar al primer mundo. Era de esas poquísimas veces en nuestra historia que nos sentíamos ganadores, luego de un largo prontuario de derrotas históricas antiguas y recientes, y en lo que ser peruano, por primera vez, era algo que reconocías sin apretar los labios, casi murmurando, y más bien inflando el pecho un poco.

Pero algo no terminaba de cuajar, en ese exterior alegre y rebosante, exitoso, exhuberante, de los fines de semanas de Asia, del nuevo exceso y empacho, aún habitan heridas y dudas profundas. La pieza se comía el discurso triunfalista a medias, preguntándose por dentro, con esa mueca constante, como un signo interrogación abierto,  si en algún momento se acababa el sueño del progreso. Para ser sincero, la idea de clasificar a un Mundial era tan remota, tan absurda dada la colección de decepciones desde 1982 (hasta ahora no me olvido la goleada de Polonia, en mis breves 6 años) que la promesa de hacer sonreir al WAKO debido a ese evento, era casi como prometer, como siempre he venido haciendo, que el WAKO no sonreiría nunca. Así que cuando se dio el milagro, y confluyeron esfuerzo, talento y azar, debía cumplir con lo dicho. Cree una sonrisa que concede a medias, que muestra un esfuerzo estreñido por torcerse, y que por momentos, como la Monalisa, siembra la duda si se ríe o no.  El WAKO no se puede carcajear, pero si sonríe, pues ir a un Mundial, y con esta selección, es un pequenísimo paso de progreso social para el Perú. El Perú de 1982 era radicalmente distinto al del 2017, inmerso en una aguda crisis económica, más desintegrado, solo con dos años de regreso a la democracia luego de 13 años de una rojimia dictadura militar, con un naciente problema de terrorismo, y cerrado al mundo. El del 2018 es un animal distinto, en crecimiento, parcialmente integrado a la globalización, abierto, desestatitizado, pero aún con profundos retos institucionales. Por su lado, esta es una selección de jugadores buenos, pero sin estrellas, del underdog que no vio venir nadie, y que, con drama y sufrimiento entonando "sufre peruano sufre" como si fuera nuestro himno nacional, nos llevó a Rusia 2018 en el último partido que cerró las eliminatorias. Fuimos los últimos en entrar con las uñas, como cuando Indiana Jones agarra el sombrero a las justas antes que le caiga la pesadísima puerta de piedra encima. Como lo dije en una de mis entradas en Facebook ese día, "la calle era un estadio".

La selección va como sigue: 11 wakos sonrientes, que ya se fueron todos, piezas unicas en resina de políester con acabado de plumones Uniposca, y un baño adicional de resina, 11 suplentes con el mismo uniforme, para la mueca de siempre, y un entrenador en el personaje grande de 24 cms.